Ana María Manceda x 3

Cuento Selección de Honor por concurso. En antología “Cinco Sentidos” de CREADORES ARGENTINOS. Abril 2010.

“DESDE EL ARBOL ROJO”


La luz rojiza fluye a través de las cortinas transparentes, iluminando de manera intermitente las perfectas caras de variadas y exóticas muñecas dispuestas en el anaquel. Algo despertó a Helena, no tenía conciencia de la hora, el calor que irradiaba la calefacción hacia pesada la atmósfera. Aún media dormida captó la belleza que provocaba la luz en las imágenes de las muñecas. De pronto escuchó un llanto de persona adulta, sonaba único en el silencio nocturno de la ciudad. A los tropezones se fue acercando a la ventana, su grácil cuerpo de trece años recibía los flashes de la luz rojiza, como si en su andar un duende la fuera fotografiando.

Su cuarto queda en el primer piso de la casa paterna, desde esa posición se observa el inmenso cartel luminoso que se encuentra en el negocio de la acera de enfrente, dominando el paisaje urbano. La calle estaba mojada por la pertinaz lluvia invernal, pero lo que más le atrajo la atención fue el soberbio Arce que disimulaba su desnudez emitiendo la luz del cartel. Al bajar la vista vio a un hombre sentado a los pies del arce, las manos en la cabeza, llorando. Transmitía tanta soledad que la niña sintió deseos de bajar y poder consolarlo ¡Imposible! Luego de un rato el desconocido se fue tambaleando. Helena ya no podía dormir, sintió vergüenza de ir hacia sus padres, prendió la luz y buscó un libro para entretenerse, miró el reloj, era casi la una de la mañana. Al fin decidió anotar en su cuaderno de “Memorias” lo sucedido, la había impactado el dolor del hombre y la belleza de las imágenes.

Desde esa noche, Helena encontró una necesidad misteriosa de esperar la oscuridad, ver el juego de luces que brillaban en las muñecas y la posibilidad que regresara el extraño al árbol rojo. Su joven mente fantaseaba con distintas historias en las que involucraba al desconocido. Hasta que una noche escuchó en la calle murmullos y quejidos, saltó de la cama y corrió hacia la ventana. Una pareja se besaba apasionada bajo el árbol, sus cuerpos fusionados se movían rítmicamente. En una de las contorsiones que los amantes ejecutaban, la niña pudo ver el rostro de la mujer, éste tenía una expresión que Helena jamás había visto en ninguna persona, sus ojos abiertos, claros, transmitían un éxtasis cercano al sufrimiento. Toda la escena parecía irreal, la soledad de la calle, el árbol desnudo y la pasión de la pareja delatada por los destellos rojos que jugaban entre las ramas invernales.

Luego que se fueron, no pudo dormir, ni leer, ni escribir. Sentía sensaciones nuevas, sus manos recorrían el joven cuerpo sorprendido, la noche se le hizo interminable.
Los padres de Helena se sorprendieron ante sus cambios de actitud. Se la veía más determinante, sus posturas de niña mimada e hija única se diluían ante una mirada que transmitía ferocidad y rebeldía. Por las noches se iba tarde a acostar, se negaba a estar pendiente si la pareja volvía. Una noche volvió a acontecer lo del hombre llorando, pero lo más sorprendente aconteció un lunes. El cansancio luego de una jornada escolar intensa hizo que fuera más temprano a su cuarto. Luego de leer un rato apagó la luz y al mirar a las muñecas su sorpresa fue muy grande al ver que las mismas brillaban bajo una luz azulada. Se acercó a la ventana y descubrió que el cartel de propaganda ya no era el mismo, lo suplió otro, de distintas características que emitía una luz azul. Anunciando la primavera, el arce lucía sus ramas con brotes como si fueran millares de zafiros. A los pies del árbol yacía una joven tapada con una capa negra, en partes abierta, por la que sé entrevía un vestido de tules, como de bailarina. Buscó su cara, cuando la luz azul la mostró, reconoció a la amante desconocida, estaba desfigurada y con una expresión de terror. Helena se fue a acostar, esta escena la había impresionada de tal manera que sintió su niñez huyendo para siempre, se tapó la cabeza con la almohada y lloró.

Los días primaverales comenzaron a alegrar la vida, el invierno dejó su energía para que ésta se desplegara. Las noches eran tranquilas, solo rompía la armonía el aullido de las sirenas policiales y de las ambulancias. Una tarde, casi a la finalización de las clases, Helena volvía del colegio, los pájaros aturdían en el frondoso arce, unas vecinas pasaban con sus compras, conversando de manera alterada.- Ella lo mató -¿Quién, la bailarina? - Sí, se querían mucho, pero él la celaba y parece que le pegaba, llegó a desfigurarla. Helena no quiso escuchar más, aparecieron en su mente imágenes dispersas, caras de sufrimiento, el tul de la mujer bajo la capa, su cara de terror. Aceleró el paso, no podía contener las lágrimas, sintió asco y rechazo hacia algo pegajoso que se adhería a su cuerpo adolescente. Sintió la necesidad de estar con sus padres y sentirse de nuevo pequeña, muy pequeña.



Imagen: ART.COM Planicie de Masai Mara, Kenia -James Urbach

¿COMPLICIDAD?

Fue un año duro
Viajé desde la nieve a la infancia.
Muy fatigada
¡Tantos otoños dorados me pasaron!
Y tú estabas ahí
en una casa que nunca habité
como si al mudarte me arrancaras
para siempre de tu vida.
Tu mirada era dura,
te estabas muriendo
y tu mirada era dura
¿Cuál era el reproche?
No pensabas que viajaba
cientos de kilómetro atravesando
soledades
soledades y abismos.
Llegó el invierno, no nos despedimos.
Todo quedó paralizado
Regreso
vacía, huérfana, estéril.
Me refugio en mi hogar de la nieve
Planea la primavera
se atrasó la floración en el jardín
y la ladera de los montes.
¿Complicidad?
Debe existir algo mágico
llegas tú, joven eternidad
la naturaleza estalla
en mi jardín casa de nieve y
en las laderas de los montes.
Todo está florecido.



imagen DEVIANTART

CUENTO . AUTOR: ANA MARÍA MANCEDA.EN ANTOLOGÍA JUNÍNPAÍS 2007
“ QUERIDOS AMIGOS”

La tarde tibia y luminosa era una fiesta. Ya se sentía en el aire el típico olor a azahares y los gorriones aturdían desde la arboleda de la calle siete. Octubre en La Plata, Anouk iba hacia el encuentro de Michael, estos nombres la divertían, había sido una propuesta del profesor de la Alianza Francesa que cambiaran sus nombres por seudónimos franceses, ellos aceptaron. Michael estaba esperándola en el Café, sentado en una de las mesas de la vereda, con sus ojos verdes chispeantes de picardía, como asegurándole otro encuentro divertido. Se saludaron y la tarde estalló de primavera. Tenían que repasar lecturas y memorizar poesías; Sartre.. .Jacques Prévert. Las risas interrumpían los estudios como compitiendo con el bullicio que producían los gorriones. En un momento de extraño silencio la mesa se fue oscureciendo, toda la energía fluía en cámara lenta. Una sombra se interponía entre el sol del atardecer y la mesa repleta de libros, cafés, puchos y las juveniles siluetas. Levantaron la vista; altanera, inmensa, doña Teresa los miraba desde su altura de matrona adinerada, envuelto su gordo cuello con cadenas de oro. Una niña de unos doce años, de aspecto humilde, estaba a su lado, haciendo equilibrio con los paquetes de las compras de la doña. Saludos corteses, miradas huidizas y ahí partieron la matrona y su pequeña víctima. Ni bien se alejó la extraña pareja, la risa estalló entre los amigos, luego prosiguieron sus lecturas. Llegando a la Alianza reconocieron a lo lejos la figura alta y con tendencia a la obesidad de Amelie. La querían mucho, era una treintañera con mohines de adolescente, solidaria y buenaza. Amelie los esperaba ansiosa, necesitaba de ellos, eran su salvación, ese fin de semana organizaría un té en su departamento del cual sería invitado especial el hombre por el cual, según ella, estaba rechiflada.

Alberto era maestro, morocho y ayudante de un cura en una villa de emergencia, su madre, doña Teresa, lo detestaba. Si ellos iban ayudarían a Amelie a distraer a su madre y aflojar tensiones. Por supuesto los amigos aceptaron, no sin gastarle bromas y pidiéndole la tarta de frutillas de la cual Amelie era especialista.

Llegaron cuando el sol jugaba a esconderse tras la fronda de los tilos. No quisieron esperar el ascensor, subieron los dos pisos tomados de la mano, entre saltos y comentarios risueños. En un momento Anouk sintió como que algo la afligía, giró la cabeza hacia atrás y le pareció percibir que una sombra grotesca iba hundiendo los escalones por ellos pisados, fue un segundo, la angustia desapareció al llegar al elegante departamento. Al sonar el timbre abrió la puerta la chiquilla-víctima. Los jóvenes amigos miraron con ternura a la patética presencia vestida con delantal y cofia de puntillas, entraron a la sala donde se serviría el té. Como siempre estaban tentados por la risa, pero debieron admitir en su fuero íntimo que el departamento estaba decorado con muy buen gusto, donde se mezclaban objetos antiguos y modernos de alto valor. Se sentaron e inmediatamente entró doña Teresa, elegante, dominante, en su mano portaba una campanilla de plata, sus dedos estaban adornados con anillos de oro, uno de los cuales lucía un zafiro cuyo brillo azulado parecía querer hipnotizarlos. Al sentarse hizo sonar la campanilla, como aparecida de la nada llegó la chiquilla con masas y confites. Al rato arribó Alberto y Amelie radiante salió a recibirlo. Su atuendo escapaba del buen gusto dado el tipo de invitados y la hora de la reunión, el vestido de lamé resaltaba su gruesa figura, pero su cara parecía competir con el brillo de la tela, irradiando una luz que solo provoca el amor.

Alberto, de manera apasionada, comentaba los problemas sociales de la villa. Anouk pensaba que a pesar de las ricas tortas, la suave melodía, la elegancia del lugar y algunas risas de compromiso, era un sufrimiento estar en esa jaula de oro de atmósfera surrealista. Con Michael aceptaron una copa de Jeréz, milagrosa bebida que aflojó un poco la tensión que fluía en el lugar.

De pronto, Alberto, siempre espiado, despreciado, por la mirada atenta de doña Teresa, comenta que pidió una licencia de seis meses en el colegio para acompañar al Padre en un trabajo social en el Noroeste. Pobre Amelie, se apagó, se marchitó y su madre se iluminó. La fiesta no daba para más, Alberto se despidió, con un dejo de dignidad Amelie lo acompañó hasta el ascensor, cuando regresó parecía destruida. Los amigos aprovechaban para retirarse pero su compañera les pidió que se quedaran un rato más_ Les traigo los poemas de Prévert, ya vuelvo.

Otra copa de Jeréz y la charla se hizo amena; películas, actores, pinturas. El tiempo pasó, Amelie no regresaba. La niña fue enviada a buscar a la señorita, sus compañeros ya se retirarían. Un chillido de terror invadió la casa, corrieron hacia el interior, la chiquilla estaba al lado del ventanal que daba por medio de un balcón hacia la calle, se fueron acercando. Anouk, asustada, se aferraba al brazo de su amigo. La doña, que había llegado primera al balcón, se balanceaba como una masa sin sentido. De una de las ramas más gruesas de un añoso Tilo, pendía el cuerpo ahorcado de la desgraciada Amelie. Una atmósfera de irrealidad rodeaba a la escena, lo único que escapaba de la tragedia eran las frondas de los árboles que se tocaban por el susurro de la brisa, dejando pasar las luces de neón que iluminaban la silueta inerte de Amelie.


Pasaron los años, otra juventud, otras sombras recorren la calle siete, pero siempre en cada primavera resurge el canto de los gorriones que habitan su arboleda, como festejando juveniles risas y los sonidos fantasmales de poéticas voces que recitan poemas de Prévert :
“... Y después dormirnos, despertarnos, padecer, envejecer.
Dormirnos de nuevo. Soñar con la muerte. Despertarnos, sonreír y reír y rejuvenecer...”

Imagen: zoewiezo.deviantart.com

¡¡GRACIAS

ANA MARÍA!!


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